"Esto es lo que se me ha quedado en la retina: la imagen de
miles de personas, hombres, mujeres y niños, que marchan apretujados sobre una
estrecha franja de tierra, delimitada por fuerzas militares, hombres armados,
hombres a caballo, máquinas de guerra…
Y esto es lo que la retina sugiere a la memoria: Filas
interminables de judíos que, escoltados por militares, eran conducidos, en
tiempos no lejanos, desde todos los ángulos de Europa a campos de exterminio.
Filas interminables de prisioneros de guerra que, siempre escoltados por
militares, eran conducidos a campos de concentración. Las niñas secuestradas
por Boko Haram, que siempre escoltadas por gente armada hasta los dientes, eran
conducidas a un inicuo cautiverio. Y la sugerencia más suave que se asoma a mi
memoria es la del Oeste americano, con sus vaqueros armados y sus manadas de
animales, conducidas a través de praderas interminables, a nuevos pastos o a
recintos donde van a ser subastadas.
Intenté imaginar, en la fila de la vergüenza, a los millones
de turistas que visitan Europa a lo largo de un solo año. Me pregunté quién
ponía la diferencia entre turistas y refugiados. Y sólo encontré una respuesta:
el dinero. ¡En Europa, el dinero da derechos, y la necesidad te los quita!"
Santiago Agrelo
La costa turca del mar Egeo es traicionera. Su geografía
irregular crea bahías y calas de aguas calmas, en apariencia ideales como punto
de partida para los botes que llevan a los migrantes y refugiados a las
cercanas islas griegas, algunas a menos de 10 kilómetros del continente. Pero
son espejismos: en cuanto las barcas salen a mar abierto, las corrientes y el
oleaje convierten estas miserables pateras en cascarones de nuez a merced de la
voluntad del mar.
El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados
(ACNUR) ha informado sobre un incremento de las llegadas de barcas a las islas
griegas desde Turquía durante la última semana, que atribuye a “una mejora
temporal del clima, la prisa por adelantarse a la llegada del invierno y el
miedo a que se cierren las fronteras europeas”. El otoño ya ha llegado y con él
una mayor dificultad de navegar. “Ha comenzado a soplar un fuerte viento y las
aguas se han enfriado”, explica por teléfono Ahmet Acar, residente de la ciudad
costera de Bodrum y buen conocedor de las rutas migratorias.
Doce afganos y sirios —entre ellos cuatro menores— tratando
de llegar a isla de Lesbos; un niño de siete años que viajaba en una
embarcación con 110 refugiados en aguas de la isla de Farmakonisi; cinco
personas que se dirigían a la isla de Kastellorizo; seis migrantes —de ellos
cuatro niños— en ruta hacia la isla de Kalymnos, han sido los últimos muertos,
este fin de semana, de la larga lista de naufragios en lo que va de año.
La enorme distancia entre los lugares donde se han producido
dichas tragedias indica también la gran flexibilidad de las rutas. “Los
traficantes son tan móviles como los refugiados, en cuanto se incrementa la
vigilancia en un punto, inmediatamente cambian la ruta”, explica Acar: “Y los
refugiados, pese a la vigilancia y a que las condiciones meteorológicas han
empeorado, siguen empeñados en cruzar a Europa. O cruzamos o morimos”, dicen.
Quizás en pocos sitios de Alemania se ha notado tanto el
brusco bajón de temperaturas de esta semana como en el número 21 de la
Turmstrasse. Hace meses que en esta calle berlinesa se acumulan centenares de
personas que aguardan pacientes durante días, o incluso semanas, con la
esperanza de conseguir los papeles que les abran la puerta a la condición de
asilado político. Pero la espera se ha hecho especialmente dura en los últimos
días.
“Llevamos aquí cinco días mirando las pantallas con la
esperanza de que salga nuestro número, pero nunca llega. Mis padres y yo hemos
dormido aquí para guardar sitio porque las colas empiezan de madrugada, pero el
frío empieza a ser insoportable”, asegura en un inglés fluido Kayhan Kohestani,
que a sus 15 años ya sabe lo que es huir de los talibanes en Afganistán y
acabar en un país del que los desconoce casi todo. Tras un verano que parecía
haberse alargado, las temperaturas en Alemania han caído alguna noche hasta los
cero grados.
La situación es extremadamente delicada. Algunos voluntarios
temen que el frío y las enfermedades puedan dejar víctimas mortales. “Vemos a
niños pequeños que no dejan de tiritar durante horas. No puedo excluir que vaya
a haber muertos”, asegura la directora de Caritas Berlín, Ulrike Kostka.
Algunas noches, grupos de distintos países se han peleado por guardar un sitio.
Las autoridades acaban de inaugurar otro centro de Asuntos Sociales para
descargar a la oficina de la Turmstrasse, pero la sensación de caos continúa.
“Vemos a niños tiritar durante horas. Puede morir gente”,
alerta Caritas
Hace tiempo que el Gobierno alemán temía que el invierno
complicara la situación. Pero no preveía que los problemas se agolparan tan
pronto. En Hamburgo, un centenar de refugiados se manifestó el martes con
carteles de una sencillez aplastante. “Tenemos frío” o “No dejéis que nuestros
hijos se congelen”, decían. El periódico Die Welt estima que de los 300.000
asilados en centros para recién llegados, más de 42.000 duermen en tiendas de
campaña, muchas no preparadas para temperaturas bajo cero.
El centro de refugiados de Spandau es el único de Berlín con
tiendas de campaña. Este antiguo cuartel militar en el que operaba el Ejército
británico tras la II Guerra Mundial acoge a 1.600 personas. De ellas, 350
duermen en tiendas blancas alineadas milimétricamente. “No están acondicionadas
para temperaturas bajo cero, pero bastan para el frío de estos días. Ahora hay
que decidir qué hacer en los próximos meses”, responde una portavoz del centro,
que califica de bueno el ambiente entre los refugiados.
Habib Rachman tiene una visión más negativa. “Los alemanes
son buenos y nos tratan muy bien. Pero lo peor es el frío. Por las noches solo
tenemos un calentador para los diez que dormimos en la tienda”, asegura este
paquistaní de 19 años que llega con una carpeta bajo el brazo con sus apuntes
de alemán. En sus casi dos meses en Berlín ha aprendido a decir frases como
“Ich liebe dich” (te quiero).
La llegada de las bajas temperaturas presiona aún más a las
autoridades regionales en la búsqueda de nuevos espacios. En algunos periódicos
empiezan a aparecer noticias de ciudadanos alemanes a los que se les rescinde
el contrato de alquiler social para acoger a inmigrantes. Hamburgo y Bremen han
aprobado normas para confiscar terrenos privados vacíos; y otros Estados barajan
dar pasos similares. La escasez de espacios permite también que algunos se
estén enriqueciendo al alquilar sus propiedades a precio de oro.
Y mientras la crisis se agrava, el flujo de llegadas no se
atenúa. Según publicaba ayer el Spiegel online, entre el 5 de septiembre y el
15 de octubre los Estados federados alemanes registraron a 409.000 nuevos
inmigrantes, unos 10.000 al día. Nadie sabe cuánto tiempo continuará esta marea
humana. La canciller Angela Merkel ya ha dejado claro que no está en su poder
decidir cuántas personas entran cada día por las fronteras. Y las imágenes de
refugiados haciendo cola con mantas con las que matar el frío acrecientan la
idea de que la situación está fuera de control.